No hace muchos años me encantaba coger la mochila, llenarla con lo indispensable y lanzarme a la carretera. Si me iba de viaje fuera de España hacía prácticamente lo mismo pero tomando un avión con destino a un aeropuerto y luego, a partir de ahí la aventura estaba servida. No es que estuviera loca, normalmente tenía contratado el alojamiento de antemano, pero me daba igual que fuer aun camping, que un apartamento que un hostal… mientras que estuviera limpio todo me valía y los planes no cabían en la maleta, sólo las ganas de hacer cosas.
Normalmente elegía el vuelo más económico que hubiera, luego elegía alojamiento, también baratito, y ya está, no necesitaba planificación ni entradas de nada, sólo llegaba allí y empezaba a caminar, a seguir rutas en el mapa, a admirar lo que no había visto nunca antes. Una vez, con 22 años, cogí un vuelo con una amiga que llegaba hasta Glasgow y, desde allí, un tren que nos dejó en un pueblecito apartado del mundo donde todo era precioso y entrañable. Creo que éramos las únicas turistas del pueblo pero lo pasamos como nadie. Descubrimos mil lugares hermosos y nos alojamos en una pequeña habitación que una señora mayor tenía en alquiler. Fue una semana inolvidable.
Ahora, sin embargo, he llegado a un punto en el que necesito disfrutar de mi tiempo, de no hacer nada, de relajarme junto a mi familia y no tener que pensar en nada más. Pero no creáis que esto tienes algo que ver con la edad porque estoy segura de que cuando me dé una locura me lanzaré de nuevo a la aventura. Yo no funciono por edades, funciono por momentos, instantes en los que sabes que necesitas algo que no tienes y has de conseguirlo como sea. Una de las mejores estancias de relax que he tenido en estos últimos años no ha sido en un balneario de lujo en las Canarias, ni en la costa marbellí, fue en un hotel de Murcia, en el Mar Menor Golf Resort. Si no me equivoco, su nombre real es Roda Golf, o algo similar, pero a mi hija, que es muy pija ella, le dio por llamarlo Mar Menor Golf Resort cada vez que hablaba con sus amigas de lo bien que lo estaba pasando en un hotel de lujo y al final se quedó con ese nombre en casa.
Recuerdo que tenia de todo y llegué a casa tan relajada tras nuestra estancia allí que regresé al trabajo y seguía como en mi mundo. Mis compañeros me hablaban estresados contándome todas las cosas que habían salido mal mientras había estado fuera y yo sólo sonreía como si fuera tonta. Obviamente ese estado de embriaguez me duró tan sólo un par de días, pero fue maravilloso ver a todo el mundo corriendo de un lado para otro como gallinas sin cabeza mientras que yo, sentada detrás de mi escritorio, lo único que podía hacer era mirar y sonreír ante la imagen. Creo que llegué en un estado zen que jamás he podido volver a recuperar.