Nunca imaginé que un día estaría escribiendo esto desde una pequeña ciudad del sur de Alemania, mientras mi hija corretea por el jardín gritando palabras en una mezcla perfecta de español y alemán. Pero así empezó todo. Y es una historia, casi una fábula, de esas que gusta contar porque quizás a alguien le venga bien.
Me presento, soy Mario, de Valladolid. Y siempre fui un loco del voleibol, aunque claro, en España este deporte no mueve montañas. Era de esos que en los recreos nunca jugaba al fútbol porque a mí me gustaba el deporte del voley. Sí, ese que solo se ve en los Juegos Olímpicos y si es en playa. La verdad es que ahora se puede ver voleibol en todos los lados gracias a Internet, pero en mi época era imposible.
Después de varias temporadas jugando en ligas menores de la Comunidad, llegó un momento en que me dije: «O das un salto, o te pasas la vida soñando.» Y el salto, para mí, fue Alemania. Un país con tradición de voleibol aunque tampoco mucha, porque allí lo que triunfa (sin contar por supuesto con el rey fútbol) es el balonmano.
No fue sencillo. Al principio, no sabía ni por dónde empezar. ¿Me iba en coche? ¿Volando y enviando mis cosas? Me bloqueé varias veces. Al final, contraté una empresa de transporte que prometía llevarme toda mi casa, sí, muebles, ropa, electrodomésticos, todo, y hasta mi coche. Ver cómo el camión de esta empresa de transporte marítimo internacional en Madrid embalaba toda mi vida en cajas y se lo llevaba a Alemania fue raro, como si me despidiera de quien había sido hasta entonces, pero con la idea de llegar a ser alguien grande.
La verdad es que recuerdo que temía todo. Incluso que me perdieran la mercancía, pero esta empresa me dio mucha tranquilidad, por su profesionalidad y por sus cláusulas, donde se garantiza la resolución de cualquier incidencia que pueda surgir en estos envíos por transporte terrestre.
Llegué a Alemania en pleno otoño, y lo primero que me recibió fue un frío que calaba los huesos y una ciudad que parecía demasiado grande para un chico de Valladolid. Los entrenamientos fueron duros; muy duros, mejor dicho. El idioma fue una muralla; la soledad se convirtió en mi mejor aliada. Y pido perdón por ponerme tan moñas pero es que es cierto.
Hubo noches en las que pensaba en mandarlo todo al cuerno y volver. Pero siempre me repetía: «Si aguantas este primer invierno, aguantas todo». Y así fue. Y aguanté.
Mi vida cambió
Poco a poco, las cosas fueron cambiando. Empecé a entender las bromas del vestuario, y eso que no es fácil porque el humor germano es complicado. Poco a poco me iba hacerme un hueco en el equipo, a disfrutar. Y entonces llegó ella.
Rubia, de ojos azules y una sonrisa que podría derretir el hielo alemán. Se llama Anna, sí con N, y el prototipo de mujer alemana que todos tenemos en nuestros sueños. Yo también. Nos conocimos en una fiesta del club. Yo apenas hablaba alemán y ella apenas español, pero parece que para algunas cosas no hace falta idioma. El amor se convierte en el mejor profesor y si hay que hablar de voleibol pues oye, mucho mejor.
Y al final me di cuenta de que el voleibol me dio más de lo que jamás soñé: títulos, amigos, viajes… y a Anna. Nos casamos en una ceremonia mitad española, mitad alemana, llena de tradiciones cruzadas y abrazos que nunca podrá olvidar. Un par de años después, nació nuestra hija, Elisa, y desde entonces, todo cobra aún más sentido. Ese fue el mejor título.
Hoy, cuando paseo por las calles de mi nueva ciudad y saludo a mis vecinos en un alemán que ya no da vergüenza, me doy cuenta de que esa apuesta loca que hice desde Valladolid fue la mejor decisión de mi vida. Nunca me voy a arrepentir, pese a que soy consciente de que dejé muchas cosas en mi tierra. Ahora gracias a los vuelos de conexión con Madrid puedo ir hasta tres veces al año, no quiero que Elisa pierda sus raíces, aunque es complicado, porque me ha salido una niña muy alemana.
Porque a veces, para encontrar tu sitio en el mundo, tienes que estar dispuesto a embalar toda tu casa, meter tus miedos en una caja y lanzarte a la aventura. Y aún recuerdo ese tráiler lleno de cosas que partió de Valladolid, pero también lleno de ilusión.